TOMÁS ALVA GINASTERA, UN POETA DE LA GRAN PUTA


“Con Tomás nos criamos juntos, éramos como hermanos –cuenta Edgar Allan Ginastera recordando al gran poeta maldito del Barrio Atahualpa– “era el favorito de papá y mamá, pero yo igual lo quería mucho” –se disculpa con una sonrisa. Así comenzaba el viaje al pasado del hermano de Tomás Alva Ginastera en busca del recuerdo de su alterocigoto, la tarde otoñal del pasado 4 de Abril, al cumplirse cuarenta años de su repentina desaparición física. “Dejó un vacío imposible de llenar, hasta hoy estoy pagando las cuentas, se fue a la mierda y me dejó en pelotas, siempre fue un reverendo hijo de mil puta”, nos confió alguna vez Laura, su primer (y única) esposa. En efecto, el 4 de Abril de 1968, Tomás Alva Ginastera salió de su casa “a comprar cigarros”, pero no especificó adonde. Nunca más se le volvió a ver.


“Es verdad, era muy artista pero también muy travieso”, concuerda su hermano Edgar mientras un escalofrío o un asomo de Parkinson lo estertora, y agrega: “De pequeño le había dado por las artes plásticas, recuerdo como si fuera hoy el día en que mamá descubrió los altorelieves eróticos que había hecho pegando mocos en la parte de atrás de la cabecera de la cama, los gritos se sentían de la esquina, mamá tuvo que comprarse un par de chinelas nuevas”, rememora entornando sus ojos húmedos y opacos.

Pero no serían las artes plásticas sino la poesía, la que haría ingresar a Tomás Alva en el Parnaso Oriental. Dueño de un posmodernismo avant la letre y hostil a los cenáculos, hacia 1948 el bardo del barrio Atahualpa comenzó a divulgar sus creaciones escribiendo con un lápiz de tinta en las puertas de los baños públicos. Cientos de poesías de Tomás Alva se podían leer por ese entonces en los retretes de los bares, los restaurantes, los cines, los teatros, los estadios, y los prostíbulos montevideanos.

Alumno dilecto y autodidáctico de Francisco Acuña de Figueroa, Ginastera optaba por una rima vivaz, sonora y meticulosa que le propinó legiones de admiradores. Muchos de los versos que aún hoy se leen en esos lugares son de su autoría; entre ellos destacan “En este lugar sagrado” y “Puto el que lee ésto”.

“No, nunca le conocí trabajo”, responde su hermano a nuestra correspondiente pregunta, “él siempre vivió para el arte, se sentía artista desde chiquito, y decía que los artistas no pueden laburar si quieren ser artistas”. De una manera o de otra, Tomás Alva fue sobreviviendo y creando. Al terminar la escuela, a los 17 años, conoció a Margot, una prostituta francesa que se transformaría en su mecenas y financiaría la edición de su primer opúsculo (“Los cantos del Mal Olor”, Imprenta Minerva, octubre de 1949); de su primer libro propiamente dicho (“Para qué te voy a contar”, Ediciones Ciudadela, marzo de 1950); y de su segundo (“Alturas del Miguelete”, Barreiro y Ramos, abril de 1950).

En la noche del 5 de mayo del crudo invierno de 1951, en medio de una borrachera particularmente espesa que se había agarrado en El Perro que Fuma, Tomás Alva compuso la que sería su obra más conocida: “Juancito de Juan Moreira”, una poesía basada en la música del Pericón Nacional que luego, por la voz de múltiples cantores populares, terminaría convirtiéndose en su letra prácticamente oficial. “Que yo sepa, nunca escribió una línea fresco”, rememora su hermano al recordar la circunstancia. “Iba de pedo en pedo, más aún, yo diría que desde que dejó la escuela su vida fue como el mes de Enero… nunca tuvo un día fresco” cuenta y ríe Edgar Allan.

“Zum Felde se arrepintió de no haber incluído a Tomita en El Proceso Intelectual del Uruguay, pero nunca quizo reconocerlo”, sigue relatando el hermano del bardo, y agrega: “para él mi hermano era un relajado y un guarango. Una vez se encontraron en una milonga y Tomita le dijo en la cara ‘no es más hondo el poeta en su oscuro subsuelo encerrado, su canto asciende a más profundo cuando, abierto en el aire, ya es de todos los hombres’, tomá pa vos y para tu tía Gregoria, ¡Jah!”, se regocija Edgar Allan mientras se suena la nariz.

La relación entre Tomás Alva Ginastera y Margot comenzó a deteriorarse en forma paralela y directamente proporcional al deterioro físico de la segunda. Es así que en junio de 1951, tras propinarle una soberana paliza, Tomás Alva abandona a su mentora y se amanceba con Julita Ponce de León, una joven pituca deslumbrada por su manera de bailar el tango con cortes y quebradas y la boquilla de marfil con la que el bardo fumaba sus Republicana XXX.

Bajo su amparo, Tomás Alva editaría la mayor parte de su obra poética (“Estos son los versos tristes”, en 1952; “Uno es verde y el otro es marrón”, en 1953; “Serenata a la luz de la Ute”, también en 1953; “Oda al disimulo”, en 1954; y “Canto Coronel” (obra en la que según el crítico paulista Thiagho da Ghamha se basaría Pablo Neruda para escribir su casi homónimo “Canto General”) también en 1954.

La relación entre Julita y Tomás Alva se mantuvo con altibajos (dos por tres él la tiraba a ella por la ventana, sólo “per codere”, como decía) hasta enero de 1955, cuando ella descubrió que el bardo mantenía una garçonière en una bohardilla en Circunvalación Durango, frente a la Plaza Zabala, donde todos los fines de semana organizaba orgías homéricas que hacían honor al nombre de la calle. La relación terminó bruscamente, con Julita internada en traumatología y la policía buscando infructuosamente a Tomás Alva. Pasadas unas semanas y unas libras esterlinas al comisario de la Seccional 1ª, el poeta retornó a la bohardilla, a su vida de excesos, y a la creación.

Fue 1955 el año que vio nacer dos de sus más famosas creaciones. En el mes de octubre (cuando recién pudo agarrar el lápiz, dicen unos; como homenaje al día de la Raza, dicen otros) sacó a luz “Los hermanos Pinzones”. Hacia fines de noviembre, compuso y publicó “De qué color” su letra chuzca para la Marcha de San Lorenzo, obra que le haría trascender fronteras, logrando un suceso espeluznante en los bajos fondos de la ciudad de Buenos Aires, desde donde fue reclamado por Francisco Canaro para que le compusiera varias letras de tangos que luego firmó con su nombre (con el de él: Francisco Canaro).

“Tomita nunca contó mucho de esos años que pasó en Buenos Aires –rememora su hermano Edgar Allan– a mi me parece que era porque Canaro lo tenía amenazado con algo, aunque él nunca habló mal de él (Tomás Alva de Francisco, claro), y eso es precisamente lo que me lleva a sospechar” agrega con una mueca indescifrable en su ajado rostro. “Lo único que contaba Tomita de Canaro –continúa relatando su hermano- era que el maestro maragato era un tipo tan fatuo que había hecho poner sus iniciales en todas las canillas de su casa… “

Fuera como fuere, hacia 1960 encontramos a Tomás Alva Ginastera de nuevo en Montevideo, ahora al frente de “Copen-hage” un bar de coperas en la calle Piedras al 300. Allí conoció a Laura, quien lograría llevarlo hasta el altar fingiendo un embarazo con un almohadón de plumas y dándole a beber un litro de ajenjo. Repuesta de la paliza, además de en su esposa, Laura se convertiría en su socia en el negocio, pero no lograría nunca separar al bardo del mostrador.

Dice la leyenda que durante esos ocho años que corrieron desde la vuelta de Buenos Aires y su repentina desaparición física, con el seudónimo de Ben Molar, Tomás Alva Ginastera se dedicó a componer temas para distintos artistas argentinos, como Jolly Land, Lalo Fransen y Nicky Jones, pero ninguna prueba hay de ello.

Antonio Tormo contó una vez que lo vió en Nueva York en el año 75, vestido con traje y sombrero blanco, con cadenas de oro en el cuello y una rubia en cada brazo, pero que Tomás se hizo como el que no lo conocía, a pesar de haberle escrito gran parte de la letra de “El rancho è la Cambicha” (o precisamente a raíz de ello, pues Tormo nunca le pagó un cobre por derechos de autor).

La última vez que alguien dijo haber visto a Tomás Alva Ginastera fue el 1º de marzo de 1985, cuando el Negro Zulú creyó reconocerlo entre los guitarristas que acompañaron a los Hermanos Mejía Godoy en su actuación en la explanada de la Intendencia, pero el dato puede ser falso dado que nunca se supo que Tomás hubiera aprendido a tocar la guitarra.

Fuere como fuere, y estuviere donde y cómo estuviere su cuerpo, lo importante es que la obra de Tomás Alva Ginastera ya es imperecedera. “Tomita” renacerá de nuevo cada vez que alguien lea en la puerta de algún excusado sus inmortales versos: “En este lugar sagrado donde acude tanta gente…” Y eso no es para cualquiera.