AGATHA FLORA, ESA GRAN DESCONOCIDA


Desde la invención de la escritura, la abrumadora mayoría de las personas que la han usado, lo han hecho en forma privada. Muy pocas (algunas decenas de miles entre miles de millones), han escrito para que las demás gentes las lean.
El caso de Isolina Hudson no es excepción a esta regla. Nacida en una acomodada familia patricia hacia fines del siglo XIX (Isolina siempre ocultó el año de su nacimiento, por lo que no sabemos exactamente cuando ocurrió), tuvo temprano acceso a la nutrida biblioteca familiar, lo que la convirtió en una voraz lectora primero, y en una prolífica escritora después.


Según su psiquiatra y albacea, Roberto Zum Metzergestein, entre esas primeras lecturas estuvieron: “En busca del Tiempo Perdido”, de Marcel Proust; “Juan Cristóbal”, de Romain Rolland; y “Los Thibault”, de Roger Martin du Gard. Cuando Isolina se recuperó de esa experiencia y fue dada de alta, se dedicó a leer a Sir Arthur Conan Doyle, a Maurice Leblanc, a Edgar Allan Poe, y finalmente a Agatha Christie, la que se transformaría en su escritora favorita hasta el fin de sus días

Fue precisamente a raíz de la desaparición de Christie, el 8 de diciembre de 1926, cuando Isolina sintió por primera vez su irrefrenable impulso por escribir novelas policiales. Para cuando -nueve días más tarde- Christie reapareció sana y salva, Isolina ya había escrito sus dos primeras obras: “El misterioso señor Pérez” y “Eran 7 Enanitos”, las que firmó con el seudónimo de Agatha Flora, en un claro homenaje conjunto a la escritora inglesa y a la francesa Flora Tristán, de quien también se proclamaba admiradora.

Zum Metzergestein afirma que a esas dos primeras obras, siguieron 736 más, hazaña que fue posible debido a que Isolina nunca se casó ni tuvo que trabajar, por lo que -cual vernácula Emily Dickinson- pudo permanecer encerrada durante 73 años, escribiendo en su mansión de Lezica hasta la fecha de su muerte, ocurrida el 9 de setiembre de 1999, a una edad indeterminada pero muuuuy avanzada.

Sin embargo, tal vez como consecuencia de sus primeras lecturas o del seudónimo que había elegido, Isolina nunca estuvo conforme con la calidad de su obra, y por eso no sólo no se animó a publicarla, sino que tampoco se la dejó leer a nadie. En su testamento incluyó una cláusula que obligaba a su albacea a prender fuego todos sus libros sin siquiera leerlos, y -a diferencia de Max Brod- Zum Metzergestein la cumplió a rajatabla, no sin antes hacer un detallado catálogo.

Tal vez por accidente, o tal vez a causa de su estupidez innata, Zum Metzergestein también quemó ese catálogo, por lo que unicamente han llegado hasta nosotros los títulos de los libros que el fiel y tonto albacea recordara especialmente. Si se sabe la cantidad exacta de libros que escribió Agatha Flora, es porque Zum le jugó a ese número a la quiniela y conservó la boleta con la que ganó doce mil pesos el 10 de setiembre de 1999 (el 738 a la grande diez, y el 38 a la grande con el 73 en siete y al revés, diez y diez). Es así que sólo sabemos que, además de los dos ya mencionados, hubo un “La muerte visita al oculista”, un “Asesinato en el Águila Blanca”, un “La señora López y siete problemas”, y un “Muerte en el Santa Lucía”.

El extremado celo artístico y la exacerbada búsqueda de la excelencia de Isolina, junto con la fidelidad de su albacea, nos han impedido conocer la obra más extensa de toda la literatura uruguaya. Ello puede ser algo terrible, pero también puede ser una bendición. Es que desde el momento en que nadie más que ella leyó nunca su obra, tal vez Zum Metzergestein le haya hecho un bien a la humanidad. Nunca lo sabremos.