ASURBANIPAL RODRÍGUEZ, EL QUE BUSCA NO SIEMPRE ENCUENTRA

Cuando –ya mayorcito y resignado– Asurbanipal Rodríguez preguntó a sus padres por qué le habían puesto ese nombre, ellos le respondieron que durante su luna de miel, les había impresionado mucho un artículo sobre la antigua Persia publicado en el Almanaque del Banco de Seguros del Estado, y por eso decidieron poner los nombres de sus reyes a todos los hijos que tuvieran. Fue así que el primogénito de los Rodriguez fue bautizado Ciro y salió médico, el segundo Darío y salió jugador de fútbol, y el tercero Asurbanipal, y salió escritor. “Ché, viejo, ¿y no había otro nombre más potable?” –preguntó el Pocho (que así le decían en casa) a su padre un día de 1963 mientras tomaban mate en el fondo, abajo de la parra.


“Llamáte contento de que no te pusimos Artajerjes” –le respondió escueto el viejo Rodríguez (que por más datos se llamaba Rodrigo). Mas tarde, mirando la lista de reyes persas, Asurbanipal no pudo menos que coincidir con la reflexión de su padre: además de Artajerjes, podría haber terminado llamándose Nabucodonosor (que parece nombre de desodorante); Malamkurkura (la boca se te haga a un lao); Zababa (un asco, propiamente); Nabonassar (dios no te oiga), o Nabonido (peor que peor). Hamurabi, en cambio, no hubiera estado tan mal –pensó el Pocho– hasta suena tanguero, hasta suena, pensó, dijo.

Y ahí lo tenemos entonces, al Asurbanipal (Pocho) Rodriguez, que ya de chiquito quería ser escritor, pero con ese nombre no iba a poder. En fin, que el pochito salió de la escuela con unos músculos bárbaros, pues como nunca faltaron los compañeritos que le hacían chanzas con su nombre, buscando la rima fácil o agregándole letras, se pasó los seis años a las piñas.

En el liceo fue distinto, no sólo por la típica hipocresía de los adolescentes, que prefieren la calumnia anónima al grito público; sino porque el Pocho tenía un lomo bastante respetable y nadie quería que le rompieran la nariz por hacer un chiste bobo.

De todas maneras, desde el momento en que –cuando cursaba el primer año de la secundaria– escribió su primer texto, el Pocho ya comenzó a buscarse un seudónimo. Claro que su obra fue avanzando muy lentamente, pues la mayor parte del tiempo se la pasaba ensayando nombres alternativos.

Una vez encontró uno que le satisfizo mucho, combinaba el nombre de un rey español con un apellido netamente italiano; pero cuando llevó sus originales a la editorial Linardi y Risso, orgulloso del seudónimo que había encontrado, Linardi lo miró de arriba a abajo y le dijo muy seco: “Juan Carlos Onetti ya hay uno, búsquese un seudónimo”. “Y además cámbiele el nombre al libro –agregó Risso– que ‘Montevideanos’ también ya hay uno”. Cabizbajo y meditabundo volvió el Pocho al hogar, se fue para la pieza sin cenar, y escribió un tango al que puso por nombre “Uno”, ya que era el primero que escribía…

El Pocho iba armando y descartando seudónimos, que Carlos María Domínguez, que Eduardo Hugues, que Schubert Pérez, que Mario Benedetti, que Carlos Magic, pero no tenía suerte, o ya había o terminaban por no gustarle. Una vez buscó un nombre bien raro, y lo combinó con un apellido muy común, pero tampoco tuvo suerte: Felisberto Hernández ya había. Volvió a usar el mismo mecanismo pero manteniendo su apellido real para reducir riesgos, pero no hubo caso, Emir Rodríguez también había.

Lo terrible del drama de Asurbanipal Rodríguez no era tan sólo que no encontraba un seudónimo que lo satisficiera plenamente y le permitiera desarrollarse cabalmente como escritor. El problema principal era que se pasaba la mayor parte del tiempo buscando seudónimos y no escribía un pomo.

Bueno, a ver, conjuguemos bien: El problema principal de Asurbanipal Rodríguez fue que se pasó toda la vida buscando un seudónimo y nunca llegó a terminar un libro. Una desgracia, dirán algunos. Tal vez. Una verdadera suerte, dirán otros. Es posible. Nunca lo sabremos. Culpa del Almanaque del Banco de Seguros. Si ese año hubieran puesto un artículo sobre los reyes ingleses, a lo mejor el Pocho se hubiera llamado Enrique Rodríguez y ahí tendríamos sus libros tan campantes en las estanterías… ¡Ay no! Enrique Rodríguez también ya hay…